martes, 9 de agosto de 2011

pero ¿en quién apoyarse?

Pero, ¿en quién apoyarse? Formuló esa pregunta a los desordenados vientos del otoño. Porque acaecía ya el final del mes de septiembre, húmedo como de costumbre. No en el Archiduque: se había casado con una gran dama y hacía muchos años que cazaba liebres en Rumanía; no en Mr. M.: se había hecho católico; no en el Marqués de C.: tejía bolsas de cuerda en Botany Bay; no en Lord O.: hacía mucho tiempo que se lo comieron los peces. De una manera o de otra, todos sus viejos admiradores habían desaparecido, y las Nells y las Kits de Drury Lane, por más que ella las favoreciera, no servían precisamente de apoyo.

“¿En quién?”, se preguntó, fijando los ojos en las errantes nubes, entrelazando las manos, mientras se arrodillaba en el alféizar, imagen viva de la femineidad suplicante, ¿en quién apoyarse? Lo mismo que la pluma había escrito sola, ahora se organizaban las palabras, ahora se entrelazaban las manos; involuntariamente. No hablaba Orlando, sino el Espíritu de la Época. Pero quienquiera que fuese, nadie le contestó. Los grajos daban vueltas y vueltas entre las nubes cárdenas del otoño. Al fin había parado la lluvia, y una iridiscencia en el cielo la decidió a ponerse el sombrero con plumas, y los zapatitos con cordones y salir a pasear antes de la comida.

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But whom could she lean upon? She asked that question of the wild autumn winds. For it was now October, and wet as usual. Not the Archduke; he had married a very great lady and had hunted hares in Roumania these many years now; nor Mr M.; he was become a Catholic; nor the Marquis of C.; he made sacks in Botany Bay; nor the Lord O.; he had long been food for fishes. One way or another, all her old cronies were gone now, and the Nells and the Kits of Drury Lane, much though she favoured them, scarcely did to lean upon.

'Whom', she asked, casting her eyes upon the revolving clouds, clasping her hands as she knelt on the window-sill, and looking the very image of appealing womanhood as she did so, 'can I lean upon?' Her words formed themselves, her hands clasped themselves, involuntarily, just as her pen had written of its own accord. It was not Orlando who spoke, but the spirit of the age. But whichever it was, nobody answered it. The rooks were tumbling pell-mell among the violet clouds of autumn. The rain had stopped at last and there was an iridescence in the sky which tempted her to put on her plumed hat and her little stringed shoes and stroll out before dinner.
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Orlando

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